Átame (1990).
A veces para sobrevivir hay que aprender a comportarse como un ser humano que se vea común, como una persona normal. Uno no puede andar siempre por la vida haciéndole saber a lo demás que se está loco, de lo contrario lo más probable es que no sea cierto, la verdadera locura, la auténtica, se descubre y aparece de pronto, no se exhibe ni se presume y es que parte del encanto del desquicio es pasar desapercibido para poder apreciarlo todo de un modo que los demás a penas podrían comprender.
Átame, la octava cinta de Pedro Almodóvar, es seductora y explosiva, un relato masoquista en donde la hegemonía y el juego de poderes es sencillamente dominado y controlado por las pasiones y la excitación de aceptar lo prohibido como un hecho personal, como una sencilla forma de comprendernos a nosotros mismos. Probablemente no es su relato más original, a pesar de que su estilo ya está colocado y tiende a repetirse para reafirmarse como un autor, todavía lo vemos explorando y excavando más profundo en su estilo, el psico-melodrama.
La fotografía de Átame, de José Luis Alcaine es explosiva y saturada como en Matador o en Mujeres al borde de un ataque de nervios, y de hecho, Antonio Banderas, Victoria Abril y Rossy de Palma toman sus puestos como los lugares comunes de Almodóvar. Y si hablamos de Banderas, es y será el desquiciado favorito de Pedro, tanto que ahora se ve más como una fijación y una obsesión obvia y descarada.
Quizás por eso sea una cinta tan personal y superficial, con su típico meta relato en donde un director de cine está obsesionado con una actriz, como un espasmo que nunca se quita y como un dolor que permanecerá: amamos a quien ni siquiera le importamos tanto, a quien probablemente no se fije o siquiera sepa que existimos. Átame es fugaz como la entrada del rehabilitado y reinsertado a la sociedad, Ricky (Banderas) a la casa de la actriz, Marina (Victoria Abril), impetuosa y de modo que trasciende los límites del respeto personal para que eso derive en una pasión agresiva y poco cordial. Es como un arrebato que amenaza con volverse sexual y necesario.
Sí, de uno o de otro modo todos deseamos el amor pero casi nadie lo quiere de golpe, a nadie le gustan las sorpresas porque se sienten como una agresión al egoísmo y a la comodidad de ser un individuo. Aunque el hecho es que quienes se buscan para amarse también necesitan ser flexibles para que suceda la maldita magia. El amor se vuelve un secuestro por el que uno puede terminar rogando, un dolor para el que ninguna morfina sería suficiente
Marina y Ricky hacen una farsa de los matrimonios y las relaciones, es tan precisa y exagerada que nos recuerda que el amor se siente más fuerte cuando haces que otro te pertenezca. Un juego de bondage donde la voluntad se ha rendido en contra de una mutua soledad. Ese mar de noches y nociones compartidas en silencio, cuando somos cómplices en tratar de convencernos de que no puede haber un amor más fuerte que el que tenemos.
Queremos hacer del amor un hábito tan morboso y cotidiano como desayunar heridos después de una noche de sexo e incomprensión. La verdad es que querer es estar dispuesto a adorar también un Síndrome de Estocolmo y así lo demuestra Pedro Almodóvar en esta historia de amor verdadero y torcido.
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